Pasa página

Nota al pie

En el mar de la salud mental surfea cada uno las olas como puede. Son múltiples los remedios prescritos y a menudo son tantos que acaba uno por perderse (más). Sucede cuando en cierto modo el problema se convierte en «tendencia» y la dolencia pasa a engrosar un suculento mercado que, despistándonos, promete milagrosas soluciones. No existe el milagro, aunque lo que uno piensa como tal suele encontrarse a veces más cerca de lo que se imagina. Un libro, pongamos por caso.

Nada nuevo bajo el sol. Se habla de la biblioterapia desde la Segunda Guerra Mundial, cuando, dicen, los soldados estadounidenses hallaron en la lectura una cura del trauma. Son muchos los estudios y otras tantas las corrientes que apuntan a las curativas propiedades del libro: vendría a ser el acto de lectura una suerte de catarsis que, como las flechas de Cupido, atraviesa nuestra alma y la deja de punta en blanco, aun cuando a veces lo contrario nos parezca.

Hay quienes leyendo se encuentran y otros se pierden. O creen perderse cuando, en realidad, se están encontrando. Aun leyendo por mero aburrimiento, pena, obligación o cualesquiera de las múltiples razones que nos lleven a un libro, uno se encuentra; dicho de otro modo: se conoce más. Supe (más) quién soy cuando me dio pereza leer un libro, cuando lo compré para ni siquiera abrirlo (quizá por postureo, aunque los japoneses lo llaman tsundoku) o cuando lo dejé a medias por otros menesteres que me revelaron luego defectos o vacíos en mi persona. Quiero decir: leyendo (o no leyendo) es como mejor uno se conoce. Aun no tener el más mínimo interés por abrir un libro, o jactarse quizá de no abrirlo, es síntoma, para mí, de que algo (nos) falla o, al menos, de que no todo marcha (tan) bien. No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de esto que escribo.

No sé lo que más me alarma: si que nos tomen por tontos o que les demos razones para que nos tomen por tontos

Libros «malos» haberlos haylos. Tiempo me ha llevado incorporar este término a mi diccionario personal por considerar lo «malo» un mecanismo egoísta para individualizar lo ajeno o colectivo con prejuicios propios. A los libros siempre los he visto como a las personas: se les prejuzga sin conocimiento de causa. Habrá, por tanto, libros infravalorados, que no por «buenos» se librarán de la quema pública, alentada por quienes ven en la firma y no en lo firmado el valor de una obra. Yo, con el tiempo, he aprendido otra cosa: que los libros, como las personas, cambian según cuándo y cómo los mires.

Es un ejercicio que, de un tiempo a estar parte, he procurado llevar a término con muchos de los títulos que se me ofrecen no ya como lector, sino como periodista, quiero decir, como potencial cliente. Somos, en parte (¿solo en parte?), eso: simples mercaderes de información a coste cero. Tengo la ligera sospecha (¿?) de que determinados agentes editoriales (y no solo editoriales) ven en nosotros el camino más fácil: que publiquemos (vendamos) sobre sus libros sin saber muy bien lo que publicamos (vendemos). Y de leerlos ni hablar. No sé lo que más me alarma: si que nos tomen por tontos o que les demos razones para que nos tomen por tontos.

No prejuzgando, he puesto en práctica lo que en estas líneas predico. Sin éxito: por más que uno mire, por más que haga uno la vista gorda, se publican hoy libros que no hay por donde leerlos. Si de salud mental hablamos, sobrecoge más: acecha nuestras vidas una «burbuja» editorial vendiéndonosla como churros. Manuales pueriles elevados a rigurosos tratados de psicología; frases de Mr. Wonderful compendiadas en libros que tratan la depresión con receta rápida para cuatro personas; biografías triviales que, a costa de vivencias lacrimógenas y victimistas, se hacen superventas. No. No esa esa la «salud mental» que naturalmente emana de un libro. No son esas las flechas de Cupido que, al leer, atraviesan nuestras almas. Es otra cosa.

Por más que uno mire, por más que haga uno la vista gorda, se publican hoy libros que no hay por donde leerlos

Habrá que hacer con la salud mental como con las dietas: proclamar, por activa y por pasiva, que no existe el milagro. Aunque, como en todo, nos hagamos los sordos. Quizá, también como en todo, porque nos convenga. O quizá por aquello que ahora dicen mucho: que las redes sociales, las nuevas tecnologías, nos han quitado la poca paciencia que teníamos: queremos todo para ayer. Soy defensor, por deformación profesional, de lo conciso: no digas en un párrafo lo que en una línea puedas. Aplícase a los libros. Los tiros, en cambio, van por otros derroteros, que nada tienen que ver con lo extenso sino con lo inmerso: ya no están hechos nuestros ojos para lo implícito, lo sutil, lo abstracto, lo no evidente. Alegamos pereza o falta de tiempo con aquello que nos obliga a leer entre líneas. Por este camino, mal vamos.

No es que haya que tomar cartas supremacistas en el asunto: sin leer grandes clásicos (que también) ni ser uno un cultureta (gracias, Álvaro Pombo, por aliviarme en este sentido) puede hallarse en la lectura sus curativas propiedades, alejadas, eso sí, de manuales woke amparados bajo el rédito de la corrección política. Nuevas figuras emergen a su paso. Cítese al «lector sensible», una suerte de «policía de la moral» al servicio de editoriales que vela, según me cuenta Mónica Rodríguez, por que ningún libro hiera sensibilidades. No. Segundas versiones nunca fueron buenas ni aptas para obligarnos a pensar, para suscitarnos las preguntas «incómodas», que son precisamente las que le sacan a uno del atolladero.

Habrá que leer. No más, sino mejor. Y por aprender, sobre todo, a leer entre líneas. Solo así sabrá uno, sensu stricto, cuándo pasar página.

Artículo publicado en Magisnet

¿Cómo difundir la cultura entre la generación Z?

Anexos

El lunes volví a la Universidad Rey Juan Carlos para intervenir en las II Jornadas de Periodismo Cultural para Jóvenes. Tras una primera edición centrada en los millennials, en esta hemos hablado de cultura y generación Z, un binomio que, como la energía, ni crea ni destruye: transforma. Estamos ante la generación a la que más cuesta descolgar el teléfono, pero también la que vuelve, a la chita callando, a hacerse preguntas. Cuestionar, da igual cómo, es el mejor de los síntomas: pronostica un futuro incierto, pero no impasible. Saben lo que quieren, aunque muchos disimulen.

De lo que allí hablamos lo recogen el periódico Magisterio y Juan Salas en su blog.

La universidad, según TikTok

Nota al pie

Un nuevo trend ameniza TikTok. La queja es la de siempre, aunque todo aquí se magnifica y monetiza. Tiene la cosa su gracia: recién graduado aterriza en la empresa sin saber por dónde empezar, cruzándose de brazos mientras, alelado, se pregunta: “¿Cómo coño se trabaja, tío?”. Es el sketch que al unísono replica la generación TikToker universitaria bajo el lema: “Los españoles, después de seis años de carrera”.

Con la extendida creencia —¿quién la extendió?— de que la universidad solo nos debe trabajo —así está(mos)—, se quejan de que no encuentran en ella lo que buscan. Pero no se van: desarrollan un inaudito síndrome de Estocolmo que llena su aparente insatisfacción. A algunos les da por hacer la gracia. Funciona y tanto engancha que ya son miles los que se la ríen. Echa así el día otra hornada que, a petición popular, teatraliza: “Estudiantes de Veterinaria cuando se dan cuenta de que tienen deberes a las 23:59”, se lee, mientras el chico se levanta, medio sonámbulo, de la cama para acariciar al perro. Y así con cada una de las carreras que, por lo visto, para eso han quedado.

Al que todo se lo toma a guasa le sigue otro clásico: el reportero justiciero. Móvil en mano, pulula entre clase y clase por los campus a la caza del último salseo o del testimonio que confirme lo malo que es aquel profesor, lo poco que le sirvió tal asignatura o lo arrepentido que está de haberse matriculado da igual en qué carrera. La culpa, responden apocalípticos los nuevos entendidos de TikTok, es nuestra por incurrir en “obsolescencia académica”, en cristiano, quedarse para vestir santos por estudiar lo que nadie estudia —¿no era esa la gracia?—.

Lo hacen, sospecho, porque en el fondo quien observa, ríe o calla ven en ellos el absurdo en que para muchos se ha convertido hoy la universidad

Luego está la indignada, la que pide indemnización por daños y perjuicios alegando “falta de vida” porque “a mí nadie me avisó de que Psicología no eran solo cuatro años, que no valen para nada, sino mínimo seis para poder ejercer”. En un atrezo de apuntes con subrayadores que sustentan su argumento, pide a sus más de 200.000 seguidores que “venga alguien y me lo explique”. Atiende su ruego otra camarada que, metida ya en el fango, saca tajada del drama: su sketch diario sobre asignaturas reconvertidas en novelas turcas reúne ya a medio millón de personas que, como ella, entonan el “soporta que ya queda poco” como himno de una generación que (sobre)vive quemada.

No queda ahí la cosa. Pone la guinda una nueva moda que consiste en lo siguiente: boicotear clases para viralizar después el espectáculo dantesco que ante alumnos y profesores dan, con licuadora en mano, dos espontáneos youtubers. Durante la lección, plácidamente toman asiento, pelan la fruta, vierten la leche y, no antes de pedir azúcar al profesor, aprietan el botón y degustan, ante el asombro colectivo, el batido resultante. “En Amazon ponía que la batidora era silenciosa”, se disculpan vacilantes los implicados, a los que la Universidad de Sevilla ha puesto ya en manos policial.

Cambiar o dejar la carrera era antes un drama: hoy se monetiza

Sí. Como todo en la vida, son cuatro los que hacen el ruido de 20. Pero no harían esos cuatro tamaño ruido si los 20 no fuéramos de algún modo cómplices: ya sea riendo las gracias, dando “me gusta” o regalando visualizaciones. Lo hacen, sospecho, porque en el fondo quien observa, ríe o calla ve en ellos el absurdo en que para él también se ha convertido la universidad.

Con ojos de millennial, pondría el grito en el cielo. Con ojos de centennial, vislumbro en ellos hasta cierta vena emprendedora: hacer de la queja un oficio. Tontos, aunque parezcan, no son. Cambiar, dejar o estudiar por obligación la carrera era antes un drama: hoy se monetiza. Es la moda y auguro que para muchos la universidad es, como casi todo hoy, una suculenta fuente de contenido. Ni siquiera ya se le pide trabajo: te lo da sin tener el título.

Artículo publicado en Magisnet

Jesús Quintero, el último Sócrates

Nota al pie

Llego tarde. Lo sé. No es que deje lo importante para última hora, aunque lo importante, ay, se hace siempre esperar. A menudo suelo pensarme mucho las cosas. En eso, creo, me parezco a ti. O quizá no. En realidad, no te conozco. Lo siento. Desde niño tiendo a engrandecer: mitómano diagnosticado. Suelen avisármelo y hasta echármelo en cara: “¡Qué sabrás tú!”. En defensa propia, suelo responder: “¡Qué más quisieras tú!”. Detecto, en quienes dicen conocer a una persona, cierta tendencia a echar por tierra al personaje. No: la frustración propia no puede invalidar el mérito ajeno.

¿Somos esclavos de nuestro fracaso, Jesús? Quizá tú lo fuiste de tu éxito y si el tuyo se debió a tu personaje, y no a tu persona, poco me importa: más vale el hecho que la sospecha o no tuviste otra que hacerte El loco para cumplir tu empresa. Muy cuerdo provocaste, como Sócrates, al personal pretendiendo, entre silencios, hacer realidad el presagio de McLuhan: una aldea que, en mitad de la inmensidad, nos hiciera pequeños. Tú la llamaste colina. Todos en ella se entendían: desde La Pasionaria a José María Aznar. La más alta estrella compartía crisis existencial con quien nada tenía que llevarse a la boca. Quitabas tierra de por medio: no fue otro quizá tu mérito. Y si para ti solo fue, como algunos dicen, un pasatiempo, gracias: nos hizo, mientras duró, más pasajero el tiempo.

En tu colina la más alta estrella compartía crisis existencial con quien nada tenía que llevarse a la boca. Quitabas tierra de por medio: no fue otro quizá tu mérito

¿Te metiste donde no te llamaban? Puede ser, pero dímelo tú. En España el periodista, por mucho que valga, pregunta hasta que incomoda al que paga. O una de dos: se vende o sigue sin micrófono preguntando. ¿Cómo un genio puede estar en el paro? Tras conocerse tu muerte, te elogian hoy radios, periódicos y televisiones que nada de ti sabían hasta ayer. O quizá solo le importaste por tu mala salud o supuesta ruina. Tú no tuviste apuro en admitirla: “Crees que todo me va bien y, sin embargo, debo seis millones”, advertías en los 80 en El País, en plena cresta de tu ola.

¿Cómo se siente el personaje cuando ya solo es noticia por su persona? Te has mantenido fiel a tu silencio: no sé si por principios o porque de verdad ya nada tenías que decir. ¿Se te acaban a ti también las preguntas? Teresa Viejo no hace mucho me decía que en España al rebelde primero se le admira y después se le critica. ¿Por qué? Quizá te descoloque tanto como a mí esta pregunta. Y, sin hallar respuesta, aquel día, en la Universidad de Málaga embravecido, cambiaste tu fina ironía por incendiarias palabras contra Alsina. Te tocó, en sentido estricto, la moral, o sea, tu manera de entender una profesión que a ti ya poco te entiende.

Embravecido, aquel día cambiaste tu habitual ironía por incendiarias palabras contra Alsina: te tocó, en sentido estricto, la moral, o sea, tu manera de entender una profesión que a ti ya poco te entiende

Tranquilo. Se entendió tu acto en defensa propia. Nadie, en cambio, se percató de lo que allí acontecía: dos épocas en lucha simbólica ante los futuros periodistas; la que se resiste y la que, asentada ya; no le deja paso; el por qué frente al para qué. Fue aquella intervención tuya, para mí, la agonía de un periodismo que no resucitará. No puede uno vivir de la nostalgia, pero tampoco ridiculizarla. Hubiese preferido la abdicación a la deposición. Y pude ser yo uno de esos jóvenes que, desde el auditorio, te admiraban tanto como repetían la misma pregunta: ¿cómo podemos hoy ganarnos el pan con lo que tú hacías? Fue, en verdad, tu Apología: la defensa última de un Sócrates contemporáneo ante una Heliea que, por no reconocer a los nuevos dioses, te juzgaba.

¿Qué te quedó por decir? Aquel día como loco sacabas argumentos de un libro que entonces te sirvió de arma arrojadiza. No por casualidad lo traías de casa: Trece noches es, más que un libro, último reducto del periodismo socráticola entrevista que más se acercó a su padre. Recogen sus páginas lo que durante 13 noches Antonio Gala y tú en televisión, largo y tendido, hablasteis: de la vida a la muerte. Espectáculo sapiencial que no ha vuelto a repetirse. En tus preguntas, Jesús, hallé respuestas y en las respuestas de Gala hallé preguntas que por sabidas daba.

Fue, en verdad, tu ‘Apología’: la defensa última de un Sócrates contemporáneo ante una Heliea que, por no reconocer a los actuales dioses, te juzgaba

¿Cómo es que este libro no figura aún en los planes de estudio? Quizá en él también hablasteis demasiado y conviene no descubrir la receta a quienes hoy se la venden por fascículos. Volverían a acusarte, como a Sócrates, de corromper a los jóvenes, hoy tan formados como despistados: basta, dicen, con que nos hagamos del asunto una idea general. Me temo, Jesús, que no solo la televisión se ha convertido en negocio: se habla del tallo, pero no de la raíz; y cuando no hay problemas los crean para vendernos soluciones. ¿Soy yo el único que lo ve o estoy, como tú, volviéndome loco?

Cuando en una entrevista he osado a preguntar, pongamos por caso, para qué vivimos, me han increpado. Siento que uno incordia cuando se sale del guion: ¿para qué explorar el fondo cuando ya solo importa la superficie? En un momento en que todo es rápido, pactado y previsible no hay lugar para la duda: solo certezas que den rédito. “¿Qué gano yo a cambio de que tú me entrevistes?”, me han llegado a regatear. Por eso yo, con tu muerte, me siento aún más huérfano: parte contigo un periodismo utópico que no por quimérico abandonaste. “Ya nadie habla de la utopía”, lamentabas en tu última entrevista a Gala. A lo que él, en su línea, respondía: “Es que tiene nombre de tía rara”. Pues eso.

¿Sabes, Jesús? Ando investigando una nueva forma de hacer entrevistas. Llevo tiempo queriéndotelo decir, aunque por hache o por be nunca te escribí ni levanté el teléfono. No sé si por hache o por be o, en realidad, por respeto —acaso miedo— a tu respuesta. ¿Por dónde empiezo? ¿Lo entenderá? ¿Haré el ridículo? Entre mis dudas y tus achaques, tú ya te has ido. No ha podido ser. Por algo será. Quizá ni tú me entiendas.

Soy, dicen, un perro verde. ¿Te suena?

Artículo publicado en Magisnet el 4 de octubre de 2022