Pasa página

Nota al pie

En el mar de la salud mental surfea cada uno las olas como puede. Son múltiples los remedios prescritos y a menudo son tantos que acaba uno por perderse (más). Sucede cuando en cierto modo el problema se convierte en «tendencia» y la dolencia pasa a engrosar un suculento mercado que, despistándonos, promete milagrosas soluciones. No existe el milagro, aunque lo que uno piensa como tal suele encontrarse a veces más cerca de lo que se imagina. Un libro, pongamos por caso.

Nada nuevo bajo el sol. Se habla de la biblioterapia desde la Segunda Guerra Mundial, cuando, dicen, los soldados estadounidenses hallaron en la lectura una cura del trauma. Son muchos los estudios y otras tantas las corrientes que apuntan a las curativas propiedades del libro: vendría a ser el acto de lectura una suerte de catarsis que, como las flechas de Cupido, atraviesa nuestra alma y la deja de punta en blanco, aun cuando a veces lo contrario nos parezca.

Hay quienes leyendo se encuentran y otros se pierden. O creen perderse cuando, en realidad, se están encontrando. Aun leyendo por mero aburrimiento, pena, obligación o cualesquiera de las múltiples razones que nos lleven a un libro, uno se encuentra; dicho de otro modo: se conoce más. Supe (más) quién soy cuando me dio pereza leer un libro, cuando lo compré para ni siquiera abrirlo (quizá por postureo, aunque los japoneses lo llaman tsundoku) o cuando lo dejé a medias por otros menesteres que me revelaron luego defectos o vacíos en mi persona. Quiero decir: leyendo (o no leyendo) es como mejor uno se conoce. Aun no tener el más mínimo interés por abrir un libro, o jactarse quizá de no abrirlo, es síntoma, para mí, de que algo (nos) falla o, al menos, de que no todo marcha (tan) bien. No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de esto que escribo.

No sé lo que más me alarma: si que nos tomen por tontos o que les demos razones para que nos tomen por tontos

Libros «malos» haberlos haylos. Tiempo me ha llevado incorporar este término a mi diccionario personal por considerar lo «malo» un mecanismo egoísta para individualizar lo ajeno o colectivo con prejuicios propios. A los libros siempre los he visto como a las personas: se les prejuzga sin conocimiento de causa. Habrá, por tanto, libros infravalorados, que no por «buenos» se librarán de la quema pública, alentada por quienes ven en la firma y no en lo firmado el valor de una obra. Yo, con el tiempo, he aprendido otra cosa: que los libros, como las personas, cambian según cuándo y cómo los mires.

Es un ejercicio que, de un tiempo a estar parte, he procurado llevar a término con muchos de los títulos que se me ofrecen no ya como lector, sino como periodista, quiero decir, como potencial cliente. Somos, en parte (¿solo en parte?), eso: simples mercaderes de información a coste cero. Tengo la ligera sospecha (¿?) de que determinados agentes editoriales (y no solo editoriales) ven en nosotros el camino más fácil: que publiquemos (vendamos) sobre sus libros sin saber muy bien lo que publicamos (vendemos). Y de leerlos ni hablar. No sé lo que más me alarma: si que nos tomen por tontos o que les demos razones para que nos tomen por tontos.

No prejuzgando, he puesto en práctica lo que en estas líneas predico. Sin éxito: por más que uno mire, por más que haga uno la vista gorda, se publican hoy libros que no hay por donde leerlos. Si de salud mental hablamos, sobrecoge más: acecha nuestras vidas una «burbuja» editorial vendiéndonosla como churros. Manuales pueriles elevados a rigurosos tratados de psicología; frases de Mr. Wonderful compendiadas en libros que tratan la depresión con receta rápida para cuatro personas; biografías triviales que, a costa de vivencias lacrimógenas y victimistas, se hacen superventas. No. No esa esa la «salud mental» que naturalmente emana de un libro. No son esas las flechas de Cupido que, al leer, atraviesan nuestras almas. Es otra cosa.

Por más que uno mire, por más que haga uno la vista gorda, se publican hoy libros que no hay por donde leerlos

Habrá que hacer con la salud mental como con las dietas: proclamar, por activa y por pasiva, que no existe el milagro. Aunque, como en todo, nos hagamos los sordos. Quizá, también como en todo, porque nos convenga. O quizá por aquello que ahora dicen mucho: que las redes sociales, las nuevas tecnologías, nos han quitado la poca paciencia que teníamos: queremos todo para ayer. Soy defensor, por deformación profesional, de lo conciso: no digas en un párrafo lo que en una línea puedas. Aplícase a los libros. Los tiros, en cambio, van por otros derroteros, que nada tienen que ver con lo extenso sino con lo inmerso: ya no están hechos nuestros ojos para lo implícito, lo sutil, lo abstracto, lo no evidente. Alegamos pereza o falta de tiempo con aquello que nos obliga a leer entre líneas. Por este camino, mal vamos.

No es que haya que tomar cartas supremacistas en el asunto: sin leer grandes clásicos (que también) ni ser uno un cultureta (gracias, Álvaro Pombo, por aliviarme en este sentido) puede hallarse en la lectura sus curativas propiedades, alejadas, eso sí, de manuales woke amparados bajo el rédito de la corrección política. Nuevas figuras emergen a su paso. Cítese al «lector sensible», una suerte de «policía de la moral» al servicio de editoriales que vela, según me cuenta Mónica Rodríguez, por que ningún libro hiera sensibilidades. No. Segundas versiones nunca fueron buenas ni aptas para obligarnos a pensar, para suscitarnos las preguntas «incómodas», que son precisamente las que le sacan a uno del atolladero.

Habrá que leer. No más, sino mejor. Y por aprender, sobre todo, a leer entre líneas. Solo así sabrá uno, sensu stricto, cuándo pasar página.

Artículo publicado en Magisnet

Perogrulladas

Anexos

A lo largo de esta semana he tenido oportunidad de participar en las II Jornadas de Orientación Profesional de Siena Educación, donde alumnos de más de 500 centros educativos han podido hablar en directo con 40 profesionales sobre el futuro que les espera tras concluir el Bachillerato.

De las tres ponencias que he moderado, psicología ha sido de lejos la más seguida por los alumnos, carrera que descubrieron junto a la psicóloga Silvia Álava. Miles de futuros universitarios decididos a ganarse con ella la vida para salvar la de otros. La pandemia lo ha sancionado: la salud empieza (y acaba) por la mente.

Con filosofía, alcanzamos el ecuador. Alto en el camino y jornada de reflexión: ¿Para qué sirve? ¿Tiene salida? ¿Cuánto se gana? La filosofía, sola ante el peligro, calla: sabe más por vieja. Y que el saco no lo rompe siempre la avaricia: también, el des-propósito.

«Con la filosofía, he descubierto unos horizontes inimaginables; antes simplemente iba tirando por la vida». Víctor. 23 años. Filósofo profeso y confeso: se gana la vida enseñando a preguntar(se).

¿Para qué sirve? ¿Tiene salida? ¿Cuánto se gana? La respuesta, según la pregunta. La ganancia, según el propósito.

Última jornada para periodismo. “Tan importante, para la sociedad, es el trabajo de un periodista como el de un médico”, sostiene Marta Chavero. Y yo, como los miles de alumnos que en directo nos seguían, me pregunto: ¿salvamos vidas los periodistas?

La verdad, recuerda Marta, es poliédrica, aunque contarla sigue teniendo un precio. A muchos se les va la vida en ello. Guerras, que pensábamos del pasado, vuelven para que hagamos memoria. Pero no todas se libran en un campo de batalla. También se lanzan ofensivas contra la independencia en redacciones que dejan a muchos a su paso.

Los periodistas contamos historias, verdades. No las vendemos. Solo así seguiremos salvando vidas. Aunque sea una.

Todo lo que empieza acaba. Perogrullada que, sin embargo, a menudo nos cierra puertas. Para no perder el norte, “hay que desdramatizar”. Lo aconseja la experta, Mercè Chacón, en la sesión que clausuró las jornadas.

“La elección de hoy se puede cambiar mañana”, recuerda, sin hacer ningún drama de algo que no lo es: el cambio. Oponiendo resistencia, tiramos piedras contra el propio tejado. Los caminos son inescrutables, no únicos, y la vida, personal y profesional, puede ser un mito, pero nunca una caverna.

Lo dijo Platón y Mercè lo ratifica: se crea lo que se cree. Uno encuentra la salida tras el acto individual de imaginación: primero, hay que verse y, después, que nos vean. El orden de los factores sí altera el producto. ¿Todo lo que empieza acaba o todo lo que acaba empieza? Perogrulladas.

Me llevo la entrevista a la universidad

Anexos
Foto: Julia Martínez

El periodismo se monetiza. El branded se come al content. Y, en estas, la entrevista se convierte en lead, o sea, en un mero captador de clientes.

Se prodigan hoy las entrevistas como fake news: repetidas una y mil veces, pretenden hacerlas (de) verdad. Y la única pregunta a cuento es la del rédito: ¿a cuánto tocamos?

Entrevistadores y preguntadores, entrevistados y preguntados, se (con)funden. Y aquí ya nadie (se) entiende. «Si lo que vas a preguntar no aporta más que el silencio, calla», propone Omar Jerez. Y yo le sigo.

Me llevo su Entrevista Intrapersonal Confrontada a la universidad. Quizá sea la respuesta. Quizá las respuestas ya no quieran más preguntas, sino silencios. Quizá, así, la entrevista vuelva, por fin, a ser.

No seas Eudald Espluga

Entrevistas

No tengo 30 y ya estoy casi roto. De milllennial a millennial, Eudald Espluga (Girona, 1990) arranca así el prefacio de un libro en el que disecciona a su generación. Unos hablan de hartazgo; otros, de crisis perpetua; mientras el sentimiento de “estafa” entre los primogénitos de la digitalización crece: nos vendieron un modelo de vida que ya no existe. De ahí el peligro, sostiene este joven filósofo y periodista, de compararnos con nuestros padres: “Nos genera falsos espejos y hace medirnos con una supuesta felicidad filtrada por la nostalgia“.

En No seas tú mismo, Espluga diagnostica la dolencia millennial: fatiga crónica por altas (y falsas) expectativas, sobreexigencia y sumisión al algoritmo. Pone remedio: altas dosis de “no hacer nada” para reencontrarse con uno mismo. Mientras surte efecto, ahogamos penas a golpe de meme: este mundo, aun opuesto al que prometido, todavía nos hace gracia.

Entrevista publicada en Magisnet

Educacine: el cine hace milagros

Anexos

“Quiero pensar que aún se puede soñar”. A sus 16 años, Ana se resiste al nuevo drama adolescente: ni te molestes. “Quiero ser actriz, pero todos me dicen lo mismo: ni te molestes».

Ana es una de los 2.000 estudiantes que pasaron la semana pasada por el festival Educacine, donde la lección la dan las películas. A mí me la dieron ellos. Como un alumno más, me uní a la catarsis colectiva que la oscuridad de la sala despertó: uno a uno fuimos confesando, en un acto de redención, nuestros sueños.

Que hayan convertido derechos en lujos no nos exime de su defensa y disfrute. El inconformismo (aún) nos pertenece.

Ana, ni te molestes; tú serás actriz.
El cine hace milagros.

Destripando «El juego del calamar»

Entrevistas

El juego del calamar salpica tinta sin piedad al espejo colectivo: quienes lo ven se ven. Fue Hobbes el primero en avisar: el hombre es un lobo para el hombre. ¿Quién no envidia? ¿Quién no ambiciona? ¿Quién no ha deseado el mal? Los tiempos cambian, el juego del todo vale permanece. Y la pregunta sigue siendo la misma: ¿cambiamos las reglas?

Entrevista publicada en Magisnet

Vidas de mierda

Nota al pie

Tenemos vidas de mierda. Vidas de mierda tenemos. De mierda tenemos vidas. Da igual el orden en el desorden. La cantinela, hilvanada por el escritor Juan Tallón, me empezó a retumbar como quien oye la voz del oráculo. Y, de pronto, en mitad de aquel encuentro, que llamado El Patio Talks nos congregó para abordar el poder de las relaciones sociales, sobrevino el apretón: si tenemos vidas de mierda, ¿acaso nuestras relaciones pueden ser siquiera sociales?

Urge preguntárselo, debatirlo y (más nos vale) admitirlo. Solo desde la mierda comúnmente asumida, sellaríamos este pozo sin fondo que ya hiede. Las vidas de mierda nacen de ahí: precariedad, insatisfacción y ausencia se aparean, gestan y paren sin cesar trabajos, relaciones y personas ausentes, precarias, insatisfactorias e insatisfechas. Da igual el orden en el desorden. La vida queda hecha un cuadro, pero ajusta la cuenta y se viste de Prada.

Que el 26% de los usuarios de Badoo considere la compatibilidad financiera indicador de éxito en una relación es el primer hedor. El segundo, un delatable 39% que busca pareja con idénticas aspiraciones monetarias. La traca, un 72% temeroso de que la cartera del cónyuge pese más, por si este lograra salir antes de su vida de mierda. Esta, en cambio, no habla en dinero: hay nóminas millonarias que cuestan ausencias, sólidas vocaciones a merced de la precariedad e ideales parejas cuya insatisfacción apesta.

Solo la ignorancia de esta cláusula explicaría ciertos actos de opulencia que acometemos en un fallido intento de salvar nuestras vidas de mierda. La lista es tan larga y ancha como la hemorroide que causan y sufrimos en silencio. Bodas que ya no miran a Cuenca, sino a Las Vegas. Graduaciones que se apresuran al son del Prom. Bebés que ahora nacen con cheque bajo el brazo. Hipotecas a 30 años que profanan hogares hasta sumirlos en pensiones de mala muerte. Oficios esclavizantes que, prometiendo fortuna a la postre, subastan patrones y compran marineros. Y de amistades convertidas en tráfico de followers sobre yates que han costado mucho arroz con atún, ni se hable.

Y acabamos agarrándonos al famoso clavo ardiendo, cuya única llama es la firme convicción de que todo se compra y se vende: es pura inversión. Y las aspiraciones, como las vidas, terminan siendo de mierda, importadas muchas de un imperio que, evocando la fiebre del oro, recluta a pobres ricos y a ricos pobres. En aquel entonces la codicia y el tedio convirtieron la pequeña aldea de San Francisco en una urbe caótica, cuyas gentes, eufóricas, gritaban “¡oro!” al tiempo que se hacinaban en chabolas, desertaban comunidades, los aborígenes eran expulsados de sus tierras y los viejos inmigrantes exterminaban a los nuevos.

La ciudad se hizo purgatorio. Muchas de sus almas sobreviven bajo falsas apariencias procurando hacer fortuna, o sea, integrándose en ese 39% que cohabita en función del sueldo. El resto enmudece por hastío, sometimiento o desconocimiento. Unas y otras, contrariadas, rezuman no ya vidas de mierda sino mierda por la vida. Resulta el interés, o cobro revertido, de ser los cuartos nuestra única moneda. Y así hoy, como dijo Sancho, “mi señor don Quijote, un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado”.

Pues eso, Juan. Que tenemos vidas de mierda y estamos hasta el culo. Y la ciudad no evacuará mientras dure el estreñimiento colectivo. Un 78% ya va abriendo boca: ni hablar de pasta (acaso comerla) en la primera cita. En su defecto, declarémonos insolventes, en suspensión de pagos o directamente en la quiebra. La libertad verdadera comienza donde acaban las necesidades impuestas y, con ellas, la inútil fatiga de poder complacerlas.

Y que la ciudad retorne a esa apacible aldea que fue San Francisco. Y que vuelvan las bodas a mirar a Cuenca. Que vengan los niños con pan bajo el brazo. Que el personal ni viva para trabajar ni trabaje para vivir, que simplemente viva. Que abran las ventanas y ventilen las pensiones. Que atraquen los yates y pueda la tripulación comer siquiera paella. Que caigan las máscaras y emanen los rostros. Da igual el orden en el desorden. Pero ya sin vidas de mierda.

Artículo publicado el 22 de agosto de 2021 en la revista El Mono Gramático.

El día que Mariñas me enseñó a ser puta

Entrevistas
Julio Iglesias y Jesús Mariñas (foto cedida por Jesús Mariñas)

—¿Ves esa foto de allí? Estoy con Don Juan Carlos. Teníamos mucha complicidad. Me solía llamar para estar al tanto de lo que ocurría en la calle. Era bastante cotilla. 
—O sea, que los reyes también son cotillas.
—Necesitaba de una persona, más o menos amiga, que le diera cuenta de lo que acontecía: “¿Qué dicen de mí? ¿Qué pasa con fulano?”. Él me pasaba revista y yo le contaba hasta donde debía. Siempre he conocido mis límites.

Cayetana de Alba, otra de las retratadas en un abarrocado salón competencia del Paseo de la Fama, también solía llamarle a las seis de la mañana para interesarse por el sarao de la noche anterior: “La dama gustaba del cotilleo”. Y a él darlo: “No me ha costado ningún esfuerzo”. Jesús Mariñas (La Coruña, 1942) cubría hasta cinco actos diarios y, aun en el quinto sueño, estaba de guardia para atender a quienes le tenían por oráculo. Su teléfono ensombreció al de la Esperanza. Horas extras que nunca cobró.

—Si no hubiera disfrutado con lo que hacía, me habría pegado un tiro. 
—¿Habría tenido valor?
—Habría sido más lógico en mí tomar cuatro pastillas, entre otras cosas, porque no tengo pistola. 

Le habría hecho falta en un reino donde ha sido cronista del pueblo y confesor de la corte. Oficio que, como narra en su recién publicada autobiografía, Memorias desde el corazón (La Esfera de los Libros), casi le cuesta las piernas.

—Un día, saliendo de casa, se acercaron tres tíos y me golpearon por la espalda: “Esto, para que te sirva de aviso”. Venían de parte de Encarna Sánchez. A ella empezó a incomodarle lo que yo contaba y me amenazó con partirme las piernas.

—¿Ha sido el precio por saber demasiado?  
—Yo siempre he contado lo que he vivido. No creo que haya sido mala persona, pero tampoco puedo sentirme responsable de nada. He sido respetado, temido y odiado a la vez. Quien conduce un coche a mucha velocidad corre riesgos, ¿no? 

—¿Se metió en la boca del lobo sabiéndose cordero?
—Nunca he tenido miedo. Quizá por inconsciencia, pero, si te acobardas, dejas de ser tú.

—¿Hay muchos lobos en la alfombra roja?
—Hay una serie de personajes, económica y socialmente bien posicionados, que manejan el cotarro e impiden que surja la verdad. Y no son uno ni dos. Hay docenas.

—¿Son los llamados “intocables”?
—Sí. Hay intocables, temibles y asustadores. Y ellos saben que lo son.

El rey me pasaba revista y yo le contaba hasta donde debía. Siempre he conocido mis límites.

Se resiste a dar nombres. Sabe qué prenda soltar tras medio siglo desnudando a artistas en los camerinos, donde a los 14 años ya encandilaba con desparpajo a las que recalaban en los teatros de La Coruña. Así empezó a escribir sus crónicas, que con el tiempo se convertirían en el BOE de la España rosa.

—Es que tengo muy mala memoria para la memoria. Lo que vivo se me olvida enseguida. Es como si me pasara una goma de borrar por la cabeza. Y a otra cosa.

—¿También el puñetazo de Camilo José Cela?
—A la hora lo olvidé. Se ve que hice unos comentarios sobre Marina, su mujer, que no le gustaron. Me pegó en la cara, con el puño bien cerrado y al grito de hijo de puta. Lo admití como algo lógico.

—¿Los periodistas son hijos de puta?
—Los que participamos en el mundo del corazón nos bajamos los pantalones y nos prestamos a jugar, o sea, a putear.

—¿Y cómo putean?
—Ser puta es saber moverte con determinado tipo de personas y con gente experta en el engaño. Hay que tener putería para saber torearla. El mundo del corazón es una trampa constante y, si caes en ella, malament, como dicen los catalanes.

Algunos cayeron en Marbella, meca del famoseo patrio durante la era Gil, donde el tráfico de posados robados competía con el de influencias. Fue el cóctel que amenizó a una ciudad convertida durante años en feria nacional de vanidades. 

—Marbella era un submundo terrible, lleno de compromisos, deslealtades e intereses. Había que aparentar ser duro para no caer en la tentación, que era el pan nuestro de cada día. Te surgían ofertas constantes: desde invitarte a un restaurante a mandarte un frasco de colonia. Eran chorradas, pero una forma de querer comprarte.

—¿Y se vendió?
—Nunca se atrevieron a comprarme. Quizá porque imponía. O porque sabían que los iba a mandar a la mierda. 

De izq. a dcha., José Antonio Campos, Nati Mistral, Terenci Moix, Rocío Jurado, Montserrat Caballe´, Pedro Ruiz, Sara Montiel, Jesús Mariñas, Nuria Espert y Concha Velasco (foto cedida por Jesús Mariñas)

En Nueva York hizo de guía de Rocío Jurado y su séquito, “que parecían sacados de una película de Paco Martínez Soria”. Lina Morgan solía pedirle consejo en su camerino, donde un día, al mostrarle un San Pancracio, le estocó: “Es el hombre que más te ha durado”. La cómica enfureció: “Tú qué sabrás, descreído”. Y a Sara Montiel le dio el funeral que merecía: “Ana, ¿es que vamos a dejar sola a la actriz más importante de este país?”. La entonces alcaldesa envió a seis motoristas y un sexteto de músicos al cortejo fúnebre. 

—¿Le querían cerca para tener controlado al “enemigo”?
—No creo que premeditaran tanto, no son tan listos como para eso. Quizá me llamaban porque les resultaba divertido. Les entretenía.

—Su modus operandi, dice, era husmearlas como presas.
—Quizá porque olían mal. De todo había. He tenido una especie de sexto sentido para calibrar a la gente del famoseo.

—Montserrat Caballé, no sé si amedrentada, solía preguntarle: “¿Ahora quién eres, Jesús o Mariñas?
—He tenido que ser Mariñas obligado por la profesión. Jesús es mucho más cercano, íntimo y cariñoso. Y Mariñas, el señor Mariñas. Pero yo quien quiero ser es Jesús. A mí Mariñas personalmente no me interesa en absoluto.

En Marbella había que aparentar ser duro para no caer en la tentación, que era el pan nuestro de cada día

Sentencia y se cruza de piernas. Ignora el ruido de fondo de la televisión, que ya no le interesa: “Más que aburguesarnos, los periodistas nos hemos acomodado, vamos a lo fácil”. Y lamenta que ya solo interesen los realities, “que deberían llamarse irrealities, porque el que va sabe, de principio a fin, lo que va a ocurrir”. Desde el sofá, prefiere seguir observando a las divas que abarrotan su salón. Detiene la mirada frente a una foto de María Félix.

—¿La ves allí, junto a Liz Taylor? Era más guapa que buena actriz. La última vez que estuvimos juntos fue en la Mostra de Valencia.

—Ella decía que se alimentaba de la energía del público.  
—No lo creo, porque en este mundo no basta la influencia para seguir siendo quien eres. Si no te autoalimentas, te repito: malament

—¿Qué da la fama entonces?
—Un cierto reconocimiento momentáneo, porque la cosa tampoco llega a más. Aunque el que es famosillo se resiste a dejar de serlo. Es como la droga. 

—¿Y el sexo? 
—El sexo produce mucho morbo, más que el amor. Es muy vendible, aunque sea falso, porque la gente se lo cree a la primera de cambio. No lo cuestionan. 

—Dice que el sexo ha sido uno de los mayores traumas de España.
—Hemos vivido siglos con un complejo de inferioridad en lo sexual. Quizá por eso a la gente le atraiga tanto los líos de faldas, porque ansía tenerlos. 

El sexo es muy vendible, aunque sea falso, porque la gente se lo cree a la primera de cambio. No lo cuestionan.

—Con Franco, asegura, había una amoralidad absoluta.
—Había más desvergüenza: la gente vivía menos pendiente del qué dirán. Si no había más libertad, nos sentíamos más libres.

—Contra Franco vivíamos mejor, que diría Antonio Gala.
—Vivíamos y vivimos. Y si lo dice Gala, ¿quién se lo va a discutir?

—¿Se llevan mal?
—Qué va. Nos reíamos mucho. Bueno, él más de mí que yo de él. Siempre noté en su comportamiento cierto pitorreo. Aunque más que chistoso, es inteligente.

—¿Se ha despachado a gusto?
—Todavía tengo mucho que contar. Esto solo ha sido un escape de gas. 

—¿Qué le queda por hacer?
—Morirme. Pero nunca pienso en la muerte, entre otras cosas, porque te llega, aunque no lo desees. Hay que encogerse de hombros y que sea lo que Dios quiera.

—¿Se lleva a la tumba secretos de Estado?
—No soy hombre de secretos. Cuando los tienes, acabas comerciando con ellos. Y, para eso, mejor no tenerlos. O creer que no los tienes.

Entrevista publicada el 28 de julio de 2021 en la revista Urban Beat.