La Macu vuelve a ser Pepa

Entrevistas

¿La suerte existe?
—A los dos meses de aterrizar en Madrid pasé el casting para Aída, ¿cómo no voy a creer en la suerte?

Para España será siempre la Macu. Y de ahí no hay quien la baje. Tampoco es que ella quiera: “La echo de menos porque me daba libertad”. Pepa Rus (Chiclana de la Frontera, 1984) apechuga con gusto. Con la Macu y con que el personaje se coma a la persona. Lo asume como gaje de un oficio que despertó su vocación a los cinco años, cuando pisó por primera vez un escenario para interpretar a la madrastra de Blancanieves: “Ahí me dije: si de esto se puede comer, quiero ser actriz”.

Fue alumna aplicada, hizo las maletas y de Madrid, al cielo. La Macu la catapulta a la fama: la antiestrella se hace estrella e ingresa en el firmamento de los astros fugaces. Antes de la caída, se cura en salud y decide retomar las riendas de su vida. ¿Quién dijo que no podía hacerlo? Esta realidad, que tiene parte de ficción, es la que ahora vive en el Teatro Lara, donde da vida a una mujer sin futuro que de repente lo encuentra.

Pepa, la de Blancanieves, ha vuelto al teatro. La Macu ha vuelto a ser Pepa.

Entrevista publicada en Magisnet

Mercurio, Einstein y Maluma

Nota al pie
Érase una vez una colmena de abejas pecadoras que, al descubrir el desliz de sus dioses, cambiaron a Júpiter por Einstein y a Mercurio por Maluma

El cornudismo no se puede prever. Y si lo dice un dios, ¿qué más pruebas hacen falta? Mercurio habla con conocimiento de causa. Siendo alcahueta de su propio padre, Júpiter, quien suplanta la identidad de Anfitrión para colarse en la cama de Alcmena, su esposa, asiste atónito a un desenlace más berlanguiano que divino: dioses, mortales, infieles y cornudos asumen el pecado y lo redimen con un abrazo orgiástico. Ríen, beben y bailan porque al final, como canta Mercurio, “el cornudismo es algo que no se puede prever”.

Perfecto cebo para reality contemporáneo cuyos derechos recaen en Plauto, explotador de bajas pasiones antes que Sálvame y artífice de esta alocada comedia que, visto el morbo por el morbo, adaptaría luego Molière. Juan Carlos Rubio ahora hace lo propio en el Teatro La Latina, actualizando un lío de faldas donde lo divino se baja al pilón y lo humano se deja hacer. Una incitación al pecado que deja el armario de la Carrà sin puertas, la televisiva isla sin tentaciones y a la Iglesia, si se descuida, en ERE.

Porque, muerto el perro, se acabó la rabia. Muerto el pecado, el pecador. Y, enterrada la fidelidad, ya no hay cuernos que valgan, invento judeocristiano de cuya patente siguen viviendo corporaciones, congregaciones y accionistas. Si el cornudismo, como advierte Mercurio, no se puede prever, o sea, evitar, ¿cómo darían salida al ingente stock de realities lascivos, sectas expiatorias e indulgencias eclesiásticas?

Se ha curado el sistema en salud adoctrinando al personal como en La fábula de las abejas, donde la satisfacción de los vicios privados es lo que convierte a la colmena en paraíso público: gracias a la abeja pecadora, el dinero circula, los ricos consumen y los pobres trabajan. Resulta que, a conciencia, autoproclamados emisarios de los dioses dividen las pasiones en altas y bajas, endiablando estas últimas y rentabilizándolas toda vez que las abejas, alienadas, han asumido que el libre placer es un “vicio” gravado, condonado a conveniencia mediante cheque al portador.

Como en la fábula, el Júpiter de Anfitrión viene a liberar a las abejas, pero no obra desde un olimpo sino en un acto terrenal de exhibición y goce del pecado: él, dios de dioses, hace el día noche, traviste a su hijo de alcahueta y hasta se disfraza de mortal. Todo, con tal de consumar con Alcmena. Abre así la veda a los auténticos dioses, aquellos que habían sido pasados por la túrmix religiosa al ser los primeros en entregarse a las pasiones: altas, bajas, divinas y carnales.

El Júpiter de Juan Carlos Rubio las reunifica, airea la colmena y la convierte en paraíso público sin privación, ni privatización, de pecados. Júpiter, Alcmena y Anfitrión, o sea, amante, infiel y cornudo, dibujan un nuevo triángulo amoroso donde lo humano y lo divino asumen la dualidad, integran lo apolíneo y lo dionisiáco y ridiculizan un falso puritanismo fruto de unas abejas que, enajenadas, habían construido a los dioses a su imagen y semejanza. Y no al contrario.

Mortalizado Júpiter, el único dios al que debemos culto se llama Einstein, cuyo evangelio fue el que predicó a una buena amiga sufridora por la promiscuidad de su marido: “Forzarse a ser monógamo es como una fruta amarga para todos los implicados”. Por eso las nuevas abejas la endulzan con miel y la degustan en colmenas compartidas con dioses carnales al ritmo de Maluma, el nuevo Mercurio: “Vamos a ser felices los cuatro, yo te acepto el trato; disfruta y solo siente el impacto; no importa el qué dirán, nos gusta así”.

Habrá todavía alguna abeja rezagada en la vieja fidelidad, mientras las que escuchan a Maluma gozan de una nueva bautizada lealtad, que prefiere el acuerdo a la promesa, el asentimiento al sometimiento y a Einstein sobre mercaderes putañeros sabedores de que la colmena, sin frutos prohibidos, no renta. Algunos siguen en los púlpitos. Otros tantos, en consejos de administración.

A las rezagadas, en nombre de Einstein, me dirijo. Sepan, como dijo Lola Flores sobre la droga, que quien la vende no la toma. Hablo, al igual que Mercurio, con conocimiento de causa.

ANFITRIÓN
Texto original: Molière.
Versión y dirección: Juan Carlos Rubio.
Reparto: Pepón Nieto, Toni Acosta, Fele Martínez, José Troncoso, Dani Muriel y María Ordóñez.
Teatro La Latina, Madrid.

Artículo publicado el 8 de agosto de 2021 en la revista El Mono Gramático.

Identidad en bragas

Nota al pie
Se llama Johnny, un Cristo millennial que redime un presente donde peligra la propia identidad. Si nos la quitan, ¿qué nos queda? 

Resulta que la vida no es lo que era. O quizá nunca fue y tan solo sea un mal sueño disfrazado de película Disney. Toda una generación aguarda las perdices. Mientras llegan, lo máximo a lo que uno puede aspirar es a llegar a fin de mes. Y vivir, si eso, para cuando las cuentas salgan. El problema es que no salen, el sueño millennial torna pesadilla y la vida, la de verdad, da la cara: las madres parten antes de tiempo, los padres maltratan, los príncipes son chaperos reprimidos y la droga, el único final feliz.

En silencio —porque hablarlo no renta— se recorren a diario verdaderos vía crucis en una generación que, lánguida, se pierde entre crisis existenciales. El nuevo mal endémico, en vías de expansión, es no encontrar lugar en el mundo. Al menos, en este. Y quizá por eso más de uno ansíe irse al otro, cuando no le obligan. Por el camino se entregará a morbos camuflados bajo conflictos no resueltos, amores frustrados por desconocimiento de causa y carencias que se suplen con lujuria y sexo. A menudo no consentido, sino obligado —y, por qué no, necesario—.

Esta es la cruz de Johnny. A veces chico, cuando ama en silencio —y penitencia— al amigo «hetero». A veces chica, cuando travestirse es el único medio para ganarse la vida. Y el cariño. Porque al final lo que Johnny busca y no encuentra, como todos, es el amor. O la aceptación de una madre que no tiene, un padre que le pega y un colega homófobo al que idolatra. La encuentra, a modo de story, en la noche, el cruising, la heroína, la hierba que fuma para apaciguar los golpes y en un camionero, al que solo pide «quiéreme». 

La de Johnny es una huida hacia delante que deja cadáveres a su paso. Una vorágine de excesos para suplir vacíos. El peregrinaje de un analfabeto emocional a la gran ciudad, tierra prometida para marginales que acaban marginados en un callejón oscuro. Johnny es la falsa moneda que, al grito de «yo soy bueno, mamá», se martiriza por ir de mano en mano. Un millennial, entre muchos, que traga y no mastica. Hasta que vomita sobre un pájaro y repara: «Qué sencillo ser un pájaro, solo ser».

Bajo la batuta de Eduard Costa, Víctor Palmero da vida y voz a este monólogo noventero del dramaturgo australiano Stephen House. Narrador, protagonista, vedete y vicetiple, Palmero se lo come él solito. A lo Jekyll y Mr. Hyde, muta sublime entre personajes que convulsionan los hoy cuestionados roles de sexo y género, que acaban relegados a una broma de mal gusto por la verdadera lucha: la del ser. Una performance tragicómica que retrata a una generación que ríe, llora, canta, baila y se queda en bragas.

Se llama Johnny. O Diego, María, Samuel. Un Cristo millennial que redime un presente donde peligra la propia identidad. Si nos la quitan, ¿qué nos queda? 

JOHNNY CHICO
Texto: Stephen House. Dirección: Eduard Costa. Reparto: Víctor Palmero. 
Teatro Lara, Madrid. Hasta el 28 de agosto.

Crítica publicada el 11 de julio de 2021 en la revista El Mono Gramático.